GEOMETRÍA Y ENIGMA
Juan Manuel Bonet
“El artista es un navegante condenado a expresar
su propia ceguera”. A.R.
De ese espacio mágico que es el Estrecho, Antonio Rojas, navegante de la
pintura, que vuelve siempre allá, a diario en la memoria, ha sabido extraer la
música única, tan suya, de su obra. A finales del pasado invierno,
sobrevolando, en el bimotor de hélice de Royal Air Maroc, esos parajes
presididos por el Peñón de Gibraltar, en un día despejado y en calma, y
contemplándolos luego, desde el sosiego provisional y que ahora mismo añoro del
Hotel Dawliz de Tánger, me acordé de él, de los muelles y fábricas y naves en
los que se inspira, de su Írsele la mirada y el pensamiento tras barcas y
nubes, de su trabajar durante el verano de 1997 en un edificio que fue de la
Marina, de sus fotografías tan Nueva Objetividad del mar y del rectilíneo pero
fluctuante dibujo que sobre él trazan las cuerdas de los barcos.
En la casa-estudio madrileña de Antonio Rojas, próxima
a Antón Martín. Antes de los cuadros, la grata muralla de los libros. Está
leyendo, fascinado, Le rivage des Syrtes, la maravillosa novela de Julien Gracq,
que su editor español ha tenido la feliz idea de publicar bajo una
sobrecubierta con un Giorgio de Chirico metafísico. Tiene sobre la mesa -se lo
ha regalado Manuela- el volumen de Austral donde Javier Pérez Bazo ha reunido
Puerto de sombra y Agor sin fin, dos de los relatos vanguardistas de Juan
Chabás, al primero de los cuáles, cuya primera edición apareció en el Madrid de
1 928, recurrí para titular el texto que escribí en 1 992, para el catálogo de
su primera individual con Antonio Machón. Ha estado a punto de titular, con
Michel Rio, Melancolía Norte, la reciente exposición realizada con Siboney en
Santander. Esta exposición gaditana comisariada por María Antonia de Castro se
llamará La mirado oblicua, y en ella quedarán recogidos los doce últimos años
de su trabajo. (Melancolía norte, qué curioso en el caso de alguien oriundo de
la zona más meridional de la península: siempre se es el Norte de algún Sur).
Este estudio que ocupa desde hace unos meses no es, ni
mucho menos, el primero que tiene Antonio Rojas en Madrid. El -primero de
todos, que visité a los pocos meses de que él se estableciera aquí, estaba en
el Barrio de la Concepción, al que se asomaba por sus ventanas, en busca de
inspiración urbana, por un lado muy italiano y, ya, metafísico. Luego residió
durante bastante tiempo no muy lejos de allá, por la parte de la calle Alcalá,
en otra que lleva el nombre del poeta sevillano Gutierre de Cetina. Ahí lo
visité varias veces la amplia vista sobre la ciudad me gustaba mucho,
especialmente al atardecer. Estuve en una ocasión, por último, en otro estudio
que tuvo durante menos tiempo en un sótano de la calle Villalar, a dos pasos de
la Puerta de Alcalá, un estudio abarrotado de cartonajes de la empresa con la
que lo compartía. (Leyendo un texto de Enrique Andrés Ruíz, uno de sus mejores
intérpretes, para el catálogo de su individual de 1995 con Magda Belloti,
compruebo que no llegué a conocer otro quinto estudio, por Ciudad Lineal, en un
local que antes había sido tintorería).
En cualquier caso, Antonio Rojas reconstruye siempre el mismo tipo de estudio,
a mitad de camino entre el desorden y el orden, con ligero predominio de este
último. Siempre algunas imágenes ajenas, principalmente postales e
invitaciones, también con un equilibrio entre lo clásico -Piero, por ejemplo, y
su Sueño de Constantino, que siempre le ha hecho compañía-, y lo moderno. Junto
a los cuadros, una enorme cantidad de cuadernos de apuntes, generalmente
recubiertos de dibujos y acuarelas, aunque también haya en ellos, ocasionalmente,
textos.
El sentimiento, la poética del Estrecho, Antonio Rojas los comparte con
Guillermo Pérez Villalta y Cherna Cobo, los otros dos pintores importantes que
ha dado Tarifa al arte español de este fin de siglo, y sus dos primeros
mentores en este terreno, junto al llorado Carlos Alcolea, una de las primeras
personas a las que conoció en Madrid, precisamente gracias a ellos. De una
reciente conferencia de Antonio Rojas en San Roque: “Cuando mi pintura se
aproxima a De Chirico es porque su etapa metafísica me descubre ese lado
también metafísico que tiene mi pueblo natal, Tarifa”, y a propósito de
sus dos predecesores: “de ellos aprendí que la pintura no deja de ser una
ficción”.
Geometría y enigma. Releyendo ahora los textos que a
lo largo de los años he ido escribiendo en torno a la pintura de Rojas,
compruebo que ya empleaba yo esta fórmula, en el primero de todos, el que en 1
986 figuró en el modesto catálogo -en realidad, una tarjeta doble, en blanco y
negro de su primera individual algecireña, chez Magda Belloti. Geometría y
enigma: siempre oscila su pintura entre esos dos polos, y en ese sentido hay
que mencionar su presencia en Sueños geométricos, la colectiva que en 1993
preparé para Arteleku de San Sebastián que luego se vio en Madrid, en Elba Benitez,
eran otros tiempos, y en la que tuve también mucho interés en que figurara otro
pintor del mar, el canario Luis Palmero.
Roma: dos años después de haber pasado por los Delfina Studios de Londres
-recordemos el monumental y hermoso políptico de diez piezas, con un total de
siete metros de ancho, titulado London Days (1 992) expuesto este mismo año en
Antonio Machón, donde también se mostraron algunos apuntes de docks- se sitúa,
durante el curso 1 993-1 994, una estancia mágica, encantada, en nuestra Academia
romana. La capital italiana, vista desde esas altas ventanas como en un cuadro
de Corot, la posibilidad de confrontarse al arte italiano de todos los siglos
-él se fijó especialmente en el Trecento-, y también al último gran momento de
esa tradición, los años diez y veinte, el tiempo de la metafísica, de los
Valorí Plastici, del Novecento, tiempo clave para Antonio Rojas, como para el
resto de los pintores agrupados por Dis Berlín, de 1990 en adelante, en las
colectivas de El retorno del hijo pródigo y por Nicolás Sánchez Dura y yo mismo
en Muelle de Levante (1995), a varios de los cuales volveremos a encontrarnos a
finales de este año final de siglo, en Canción de las figuras, la muestra, de
título egureniano, que Enrique Andrés Ruíz prepara para la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando. (Roma: destino común de no pocos de los pintores
en cuestión además de Antonio Rojas, por la Academia han pasado ya Manuel Sáez,
María Gómez, Joél Mestre, Marcelo Fuentes … ).
Clásicos a los que acude Antonio Rojas. Piero, por
supuesto, y Giotto, y Fra Angélico. Zurbarán, en cuya Visión de San Pedro
Nolasco, que ha reproducido en el catálogo de su reciente exposición en la
Galería Siboney de Santander, se ha inspirado para un fascinante cuadro de este
mismo año, un cuadro en equilibrio inestable, precario, imposible, y sin
embargo significativamente titulado Continuidad, un título que hay que poner en
relación con otro: Espejo de continuidad (1995). En el tránsito entre dos
siglos, Cézanne, Juan Gris y otros cubistas. Ciertos rusos, y entre ellos de un
modo especial Liubev Popova. El Magritte más aparentemente “normal”.
Y, obviamente, los metafísicos italianos, Giorgio de Chirico, Carlo Carrá,
Giorgio Morandi…
Geometría y enigma, sí. Mar geométrico. El Estrecho,
Tarifa, los volúmenes de su caserío -ya presente en su obra naturalista de
adolescencia, excluida de esta retrospectiva, aunque algunas obras de finales
de los años setenta presenten intuiciones ya de pintor-, su Puerto protector (1
995) y sus muelles y su espigón y su faro, los hangares, las viejos fábricas
… Mar de la memoria. Mar onírico. Antonio Rojas, a Ángeles Villalba, en el
boletín que la Fundación Coca Cola editó con motivo de la presentación de parte
de su colección -en la que figura precisamente Puerto protector- en Arco’97:
“Ese mar fronterizo, que desde mi infancia se grabó en mi memoria, ahora
sublimado por el recuerdo, me hace tener una idea particular del
universo”, o dicho de otra manera, también por el pintor, a Enrique Andrés
Ruíz, que lo recoge en su texto ya mencionado de 1995: “El mundo reducido
a un lugar”.
El mundo: desde que lo contemplé por primera vez, El
peso del mundo (1992), visión cósmica y cristalina, de dos metros de alto por
dos de ancho, que aquel año figuró en su primera individual con Antonio Machón,
de donde pas6 a la colección de Endesa en el Museo de Teruel, y que ahora podrá
contemplarse en Cádiz, me pareció uno de los grandes cuadros de Antonio Rojas,
una de las mejores síntesis de su modo de estar, sí, en el mundo. De una nota
suya reciente: “A veces pienso que el planteamiento de mi pintura se
reduce a unos pocos problemas tales como la luz, el dibujo y los límites. Pero
trato de oír el eco del mundo”.
Tan Antonio Rojas como esos cuadros de gran formato,
son, en el otro extremo, otros pequeños, que revelan una admirable capacidad de
concentración. Espiritual (1996), por ejemplo, que figuró en su segunda
individual con Antonio Machón, es un cuadro nimbado por un especial misterio, y
que me atrae de un modo muy especial, como me atraen ciertos bodegones o
ciertas marinas de Luis Fernández.
La metafísica. Antonio Rojas sostiene, por decirlo con
Vicente Llorca, “un discurso de lo permanente y lo sublime”. un
discurso a contramano, aunque últimamente se haya reforzado su presencia
pública, y se sucedan, mal que les pese a algunos, las comparecencias
expositivas rotundas de pintores por lo demás tan diversos entre si como pueden
ser Antonio Rojas, sí y Dis Berlín, Pelayo Ortega, Manuel Sáez, María Gómez,
Joél Mestre, Marcelo Fuentes, Angel Mateo, Charris, Gonzalo Sicre…
El mar, las islas. El mar de Tarifa, recreado en la memoria, en sus sucesivos
estudios madrileños. El mar, sus olas, las nubes lentas que sobre él cruzan,
las barcas y los buques que lo surcan -había muchas barcas en su producción de
1996-, el puerto, los muelles, los faros que ayudan a la navegación. El cuerpo,
también, y el propio rostro humano, reducidos a su mínima expresión, y en ese
sentido recuerdo como una serie importante aquella de las islas, islas que
nacían de tumbar el rostro humano, islas negras, islas, me dice ahora su autor,
que nacieron de una reflexión sobre la muerte, en un momento en que se
encontraba muy afectado por la de Manolo Montenegro, su primer galerista
madrileño, y descubridor de tantos de los nombres que hoy cuentan …
“Pintar es tallar en la superficie los espacios soñados”. ha escrito
lúcidamente Antonio Rojas. Pintura minuciosa, morosa, esencial, grave,
reflexiva, repetitivo Pintura sin prisas, sin horarios: lo opuesto a nuestra
vida actual de hommes pressés, y por eso mismo él, que quiere “parar el
tiempo”, ha podido pintar un tondo que representa un reloj, reloj antiguo,
tal vez ferroviario, que marca horas lentas, provincianas. Pintura sin moda,
sin siglas, sin manifiestos, aunque su autor guste de escribir y lo que escribe
sea de notable interés. Pintura en la que tiene más bien poca importancia la
idea de “evolución”. Pintura silenciosa, de solitario, aunque acepte
que su soledad se junte con otras, por ejemplo en colectivas como las
mencionadas. Pintura que ahonda en un muy especial sentimiento de¡ color,
colores graves, negros, azules, grises metálicos, ocres, rojos y rosas,
violetas, pardos, amarillos… Pintura de sombras -Auténtica línea de sombra
(1996), saludando de paso a Joseph Conrad- y luces en la noche, destiladas en
la memoria. Pintura que se basa en un conocimiento de la tradición figurativa,
y me llama la atención, de repente, un tierno y leve apunte casi impresionista
para Adriano, su hijo mayor, de nombre deliberadamente “romano”: un
nocturno de una playa cercana a Tarifa, la de Bolonia (Roma siempre: Baelo
Claudia”, con luna llena, pintado ahí mismo, me dice, en la oscuridad.
Pintura que a pesar de esa base tradicional, deliberadamente, no se limita a ella,
sino que se sitúa en otro espacio, a la fuerza moderno. Pintura de Transeúnte
de hilos tensos (1992) -“título de raro poeta funambulista
esquinado”, escribí entonces-, en la que, de repente, todo el mar pasa por
un embudo, o en la que sobre una trama geométrico aparecen representados un
lápiz, o unas enormes flechas, o en la que un laberinto de muelles reposa sobre
un único vértice. Pintura tranquila, pero a la postre inquietante. Pintura con
“grietas y espejismos”, como lo ha indicado Fernando Huici en 1992,
en su reseña para El País de la primera individual de¡ pintor con Antonio
Machón. Pintura geométrico y de factura contenida -en la línea de Zurbarán,
Juan Gris, Popova y otros constructivistas rusos, Félix Vallotton al que llegó
gracias a Alcolea, los Valori Plastici, Luis Fernández-, pero detrás de la
cual, hay horas de dibujo automático, de febril buceo, de acuarelas
exploratorias de un mundo interior, a veces por un lado Paul Klee o Henri
Michaux….
Pintura que juega con la ilusión, también, y en ese
sentido otro de los grandes cuadros de Antonio Rojas es sin duda Painting the
light, Pointinq the line 11 1990), que figuró en su segunda individual con
Antonio Machón, toda ella Galería de espejos, por más luminosa y aérea, menos
sombría que la primera, y también por más ilusionista y manierista, y hay que
recordar que una de sus notas recientes reza así: “Pintar la perspectiva
como si fuera plana y el plano como si fuera una perspectiva”.
Antonio Rojos, y la fotografía. En la muestra paralela
que se presentará en Algeciras, se ha optado, con buen criterio, por incluir
algunas de las muchas que ha tomado en Tarifa. Siempre me ha llamado la
atención el interés de este pintor por la fotografía, lo mucho y bien que ha
fotografiado su paisaje natal. (Su hermano Manuel, fotógrafo profesional, le ha
proporcionado materiales, consejos, y en algunas ocasiones sus propias
imágenes, alguna de las cuáles ha sido publicada en alguno de sus catálogos).
Antonio Rojas, y la escultura. Ha hecho tanteos. No
descarta, algún día, realizaciones de mayor empeño. Recuerdo que al poco de
llegar a Madrid, pintaba basándose en maquetas, por él mismo realizadas con
cart6n, con cajas de cerillas.
El futuro. Charlamos delante de un
cuadro recién terminado, que todavía no tiene su visto bueno definitivo, y que
por lo tanto no irá a Cádiz. Es un cuadro todavía sin título, en el que
aparecen, como casi siempre aquí, los muelles de Tarifa, y en cuyo centro
figura, descrito en términos esquemáticamente naturalistas, y contemplado como desde
un avión -¿o desde el avi6n de Tánger?- el edificio de la Marina donde pintó
hace dos veranos. La composición la tensan unas cuerdas, que salen de unos
agujeros en una pared negra, que sugiere los altos, monumentales flancos de los
buques mercantes, que tanto atrajeron a los fotógrafos de la Nueva Objetividad.
Es un cuadro al que, de repente, le veo un cierto aire Fernand Léger. Fernand
Léger, buen punto final, de momento: otro navegante, y otro pintor fronterizo.
Del catalogo del artista ” La mirada oblicua” de 1999.